
No había visto a nadie en la calle. Estaba todo tan oscuro y se sentía demasiado borracha, así que el miedo que casi sempre le daba atravezando esas callejuelas, no la atormentaba.
Perfecta, dulce, brillante. Era todo, aunque no lo sabía. Los demás se enjuagaban los ojos al verla, pero dentro del alma nadie puede notar trizas.
La Iglesia estaba desierta y pensó que era una pecadora por haberse fumado unos pitos y haber bebido, quiso rezar pero no se recordaba las palabras del Padre Nuestro, así que se sentó afuera de la Catedral a fijar el pavimento corrompido por lo años. Hacía calor, como sempre en julio en Milán, así que se sacó los zapatos y se recostó, comiéndose la manzana que la mamá le había depositado esa mañana en la cartera de estudiante.
No lo vio, y tampoco lo sintió cuando le preguntó su nombre. Él se quedó ahí, sentado como un gallo normal, preocupado del mal estado en que estaba una niña que, seguramente, no era de esas que se emborrachan y andan así en la calle.
Terminó de comerse la manzana y se dio cuenta que alguien la espiaba, un temblor de miedo, primero, luego calma.
Bella, demasiado bella para una calle oscura y vacía a las 3 de la madrugada. Sola con su cuerpo delicado y su garganta quebrada por el humo y las bebidas fuertes.
Se tiró cabeza abajo en el peldaño de adoquines milenarios y se subió el vestido para que la amara, por primiera vez, decidida a que esta vez fuera como debe ser, sin amor, sin emblemas ni equipajes primaveriles, sexo, simplemente. Y esta vez era ella a empujarlo, ya no una víctima, ya no una niña dulce.
La penetró casi sin que ella se diera cuenta, sin sentir nada, y se dio cuenta de lo fácil que es donar el cuerpo cuando las entrañas se están pudriendo. Cuando terminó, bastó que le sacara la sotana enredada entre las piernas y, sacando el cuchillo que se había traído para comer su manzana estudiantil, lo despojó de aquéllo que jamás debió usar y se fue sin culpas, con el sabor del vino y el pito entre los dientes.